
Estimado Orestes, después de «envenenarme» la cabeza hasta el dolor en las redes sociales, no hallo mejor vía para desintoxicarme que escribirte, desde este punto frío y solitario de la madrugada.
Para ti no reservo las banales retahílas de decepciones y furias; a las de turno –pienso– es mejor no darles vida; que se me ahoguen y sequen dentro, tal como merece todo arbusto espinoso e infértil cuyo destino único resulta el daño.
Por lo menos esta noche, Orestes amigo, te propongo temas más sutiles, como quien, en medio de preocupaciones, llama a un hermano para leer poesía mientras degustan buen trago de cubano ron.
Esta mañana escuché el pregón de una mujer vendiendo flores en una bicicleta. Corrí a la ventana. Pasaba de los cincuenta años –más de sesenta, quizás– y caminaba empujando el vehículo, que no era distinto a ningún otro que hubiese visto antes: el tareco de siempre con las doscajas, margaritas en lata, príncipes negros bien peinados y rosas con la cabellera suelta. Estaban también los mismos gladiolos de los actos y diplomas.
Entonces, pensé que poco o nulo sentido llevaba el hecho de vender gladiolos justamente en un tiempo y lugar –mi barrio en el pandémico febrero que corre– donde a ningún acto o diploma se le ha visto últimamente el «pelo».
Luego, recordé que el gladiolo es más que eso y que mi abuelo regalaba a mi abuela surtidos mazos. Ella los metía en un búcaro de barro con ínfulas de porcelana, un búcaro con agua, y allí quedaban hasta marchitarse. A mi abuela le gustaban los gladiolos.
Después los comerciantes de flores se volvieron cursis–pienso que antes no lo eran– e intentaron agregar valor preparando ramos de oscuras rosas salpicadas con purpurina, rosas que parecían de juguete, rosas serias, congeladas… Ahora que lo pienso, aquella casa donde entraban más flores que diplomas se me antojaba más fresca y alegre con gladiolos que con cualquier otra ternura.
Triste vida, Orestes, la de quien aborrezca el sentir, solo por haber sufrido la fusta de los chapuceros sentimentalismos. Triste y burro, a su vez, quien culpe a la flor por el dogma que la manipula.
Pero la mujer seguía avanzando y gritaba… ¡y las flores, Orestes, las flores!, y qué pulcro oficio el de venderlas y qué cosa siente uno cuando se asoma a la ventana y las ve tambaleándose en la bicicleta, al golpe de los baches y al ritmo de aquella mujer gruesa y cana.
Nada más esperanzador, te confieso, para un tipo que ya ha visto zunzunes confundidos y hambrientos en el conato de libar los falsos floripones de absolventes, de esos que se dejan ver en la barra de los bares. Del carajo ser colibrí y no entender nada. Del carajo, también, tener hambres de flor…
Te preguntarás, juicioso Orestes, a qué viene toda esta parsimonia barata y te respondo con la «Declaración de principios» del Subcomandante Marcos y el «Santi» Feliú jugando entre las teclas:
Es necesario cierta dosis de ternura
para comenzar a andar con tanto en contra
para despertar con tanta noche encima.
Es necesaria cierta dosis de ternura
para adivinar, en esta oscuridad,
un pedacito de luz,
para hacer del deber y la vergüenza una orden.
Se necesita cierta dosis de ternura
para quitar de en medio a tanto hijo de puta
que anda por ahí […]
Y te darás cuenta de que mi ternura no es mansa ni desinteresada, pero ya es bastante, me parece, con que de ternura se trate… Hoy resuelvo con esto. Mañana ya veré.No muestres esta carta: pensarán que somos débiles y que tenemos miedo.
Te abraza…
El Peregrino
Pd: Agradece a Belsis por revelarnos el poema. Se pondrá contenta. También confieso que me tragué la última estrofa. Como quien no quiere las cosas, por acá abajo te la dejo. No juzgues y sonríe:
«Pero a veces no basta
la cierta dosis de ternura
y es necesario agregar…
una cierta dosis de plomo» 😉
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